La catástrofe de Brumadinho es posiblemente un ejemplo extremo de los extractivismos en el siglo XXI. Entendidos como la explotación masiva o intensiva de recursos naturales para exportarlos como materias primas, por un lado son claros los enormes impactos sociales y ambientales que acarrean. La evidencia es abrumadora, y no solo por los accidentes mineros en Brasil, sino por otras situaciones, como los derrames petroleros en Ecuador, las enormes amputaciones ecológicas de la minería colombiana, o el avance de la soja en Argentina. Nadie puede sostener que los extractivismos sean seguros, dado que los accidentes se repiten en todo el continente. Tampoco puede insistirse en que automáticamente generarán bienestar económico, porque siguen enclavados entre los sitios más pobres en cada país.

Pero a pesar de todas estas evidencias y de las resistencias ciudadanas, de todos modos los extractivismos siguen avanzando. Son defendidos por empresas como todos sabemos, pero también hacen lo mismo, y con toda intensidad, casi todos los políticos, la mayorías de las academias universitarias, y una buena parte de la opinión pública. El respaldo es mayoritario, especialmente en las ciudades, justamente porque esas personas viven alejadas de los sitios donde verdaderamente ocurren los impactos.

Esto obliga a reconocer que los extractivismos descansan en creencias profundamente arraigadas y que se comparten tanto por las posturas políticas y partidarias de conservadores a progresistas, de derecha o izquierda. Son actos de fe que los hace inmunes a todas las evidencias de impactos o accidentes.

Teología extractivistas

Por todo esto es justificable abordar a los extractivismos como una teología. Con ello no apunto tanto a considerar que estamos en algo así como un cristianismo extractivista, aunque no han faltado intentos en ese sentido. Por ejemplo, en 2013 en Colombia se celebró un muy comentado encuentro sobre “Cristianismo y Minería”, donde el CEO de una empresa afirmaba que esos emprendimientos son un mandato de Dios. Aunque, en sentido contrario, la encíclica Laudato Si’ está repleta de elementos para desmontar a los extractivismos.

En cambio, me refiero a una teología política, entendida la producción de políticas que al contrario de lo que proclaman, no son neutras ni racionales, sino que están inmersas en creencias y espiritualidades. En ellas se genera una cierta sacralidad es usada para legitimar y fundamentar ordenamientos y prácticas políticas entre los humanos y en la relación con la Naturaleza.

En efecto, aquella idea de la Modernidad de una secularización que la desprendería de toda trascendencia para volverse objetiva y neutra, en realidad terminó generando otras creencias. Con ello han sido exitosos en anular la organicidad y encantamiento de la Naturaleza, pero que a la vez hemos entronizado a la utilidad y la mercantilización. Allí están las raíces de teologías políticas extractivistas que posee sus narrativas, su sacralidad y hasta sus liturgias.

Todas comparten una narrativa de lo inevitable y esencial que es el aprovechamiento intensivo de la Naturaleza. Un ejemplo conocido es la sentencia, repetida desde hace casi 200 años, que Perú es un país minero. Parecería que la condición de la minería fuera una ontología de todo un país, de cada individuo, y de cada sitio en su geografía.

El crecimiento económico se sacraliza como sostén del desarrollo, y éste debe ser alimentado por las exportaciones de minerales, hidrocarburos o granos. De este modo se genera la condición de imperiosa necesidad de explotar la Naturaleza para evitar un apocalipsis económico.

Se despliegan pastorales extractivistas que insisten no solamente en legitimar a los extractivismos, sino en desearlo. Desde la economía se editan reportes que enfatizan los éxitos económicos, pero que en cambio no calculan los costos económicos de los impactos sociales y ambientales; desde los ministerios se imprimen folletos anunciando a los proyectos extractivos como trampolines para el desarrollo; y desde los medios de comunicación se celebra las explotaciones mineras o petroleras.

La oposición es imposible, pero además es casi impensable. Los que critican a los extractivismos estarían locos decía el presidente de Ecuador Rafael Correa, y alertaba que en un país desarrollado todo ellos estarían encerrados en el manicomio.

Estamos rodeados de liturgias extractivistas. Son las celebraciones de presidentes, ministros o empresarios que festejan una nueva mina o torre petrolera, o un incremento en las exportaciones. Tal vez uno de los ejemplos más dramáticos lo dio el presidente de Bolivia, Evo Morales, en 2015 en el acto de inauguración de la explotación de un nuevo yacimiento que triplicaba las reservas de hidrocarburos del país. El presidente se encontraba rodeado de ministros y otras altas autoridades, y a su frente se encontraba el público y la prensa. Parado al pie de una enorme válvula, la giró para empapar su mano en crudo, y luego, como si fuera el párroco oficiando la misa dominical en la iglesia del barrio, pasó a untar crudo en los casos que tenían cada una de esas autoridades. La bendición política gubernamental se hacía con crudo.

También existe una institucionalidad extractivista que alimenta estas teologías. En ellas se encuentran las grandes asociaciones empresariales de mineros, petroleros y de agronegocios. Todo este entramado legitima y defiende a los extractivismos, pero además incide en las políticas públicas, genera campañas de publicidad y hasta puede decidir el nombramiento de un ministro).

Espiritualidades herejes

Es necesario entender estas teologías extractivistas para poder plantear alternativas que sean capaces de llegar a ese profundo núcleo de conceptos, sensibilidades y espiritualidades. La solución a los extractivismos no pasa por un mero cambio entre elencos de gobiernos, entre quienes de dicen de derecha o de izquierda, y los países del sur ya lo saben muy bien porque han vivido todo tipo de experiencias extractivas.

Este esfuerzo no es solo necesario sino urgente. La acumulación de impactos sociales y ambientales es intolerable en América del Sur, y ha alcanzado niveles tan altos que la integridad ecológica de todo el planeta está en cuestión. El cambio climático global es un claro ejemplo de esto.

El primer paso en romper con las teologías extractivistas es recuperar la capacidad de pensar alternativas y en poder decidir otros caminos, ensayar o incluso desear otro modo de relación con la Naturaleza y con las personas. Dicho de otro modo, necesitamos herejes que puedan poner en entredicho a esas teologías. Recordemos que más allá de sus usos corrientes, herejía en su significado original quiere decir elección. El concepto hoy está revestido de sentidos negativos, y por ejemplo se denuncia como herejía plantear, pongamos por caso, una moratoria a la explotación de petróleo en la selva amazónica ya que ello violaría las necesidades de los mercados. Pero si se apela a su sentido original es la elección la que nos permitiría construir espiritualidades herejes para pensar y sentir otro tipo de vínculos entre nosotros humanos y con la Naturaleza (1).

Estamos rodeados de esos intentos y ensayos, aunque las teologías extractivistas los invisibilizan y ocultan. Pero hay múltiples experiencias en toda América Latina de relaciones con la Naturaleza que no descansan en los extractivismos, y que aseguran la calidad de vida. También hay organizaciones que ofrecen espacios para hacer evidentes los impactos de los extractivismos y explorar respuestas desde la fe, como es el caso de la red Iglesias y Minería (2).

Es posible compartir algunos elementos de esas espiritualidades herejes a modo de una primera reflexión. Es claro que se deben abordar tanto el pensar como el sentir –es por lo tanto un cambio en los sentipensares. No bastan las transformaciones en tecnologías o planes de desarrollo, sino que también las afectividades deben cambiar.

Sin duda se debe asegurar la calidad de vida de las personas y que eliminar la pobreza, pero también hay que admitir que los actuales niveles de consumismo son intolerables. Entonces estamos frente a espiritualidades que incorporan la austeridad.

Se debe romper con la dominación y en todas sus formas. Esto incluye tanto la dominación por ejemplo de veteranos sobre jóvenes, como las de los varones sobre las mujeres. Es por lo tanto un esfuerzo que apuesta a la vez a la convivialidad y a la despatriarcalización.

Las nuevas espiritualidades deben ser ecuménicas e interculturales. Distintos aspectos de los sentipensares de los pueblos indígenas nos enseñan otros tipos de vínculos con el ambiente y los territorios.

A partir de esto se pueden derivador otros elementos. Comenzaré por señalar la importancia de escuchar a las rocas. En las teologías de los extractivismos los empresarios y los economistas “escuchan” al mercado, y nadie parece sorprenderse por ello. Por lo tanto, la alternativa es comenzar a escuchar a las rocas, al suelo, a los árboles. Esto no quiere decir que se les enseñará a hablar, pero es nuestra responsabilidad y tenemos la capacidad de descifrar lo que ellos nos dicen sobre la salud del ambiente. Y allí hay todo tipo de señales y mensajes sobre el drama ecológico.

El ritmo del tiempo es de los alerces. Las teologías de los extractivismos siempre trabajan en el muy corto plazo, e incluso es raro que vayan más allá de unos pocos años propios de una presidencia. Para ellas no existen las generaciones futuras. Ante esto, los el ritmo de los alerces nos ilustran cómo debe entender el tiempo estas espiritualidades herejes. Esos majestuosos árboles andinos que pueden vivir mil años, y por ello con cada incendio que destruye bosques nativos en el sur de Chile y Argentina, queda claro que las medidas de restauración ecológica debe ponerse pensarse en el tiempo que necesitan los alerces para recuperarse. O sea, mil años. Esto mismo se repite en los demás ambientes sudamericanos. Todo esto nos lleva a repensar nuestras responsabilidades en el largo plazo, y comenzar a abordar una cuestión que cada vez será más necesaria ¿cómo podemos ser mejores ancestros para asegurar que las generaciones futuras puedan vivir?

La justicia por cierto que es imperativa, pero debe ser una justicia social y ecológica. De un lado, los extractivismos actuales están repletos de injusticias, con el caso extremo de violencias contra personas y la Naturaleza, y las teologías dominantes las han naturalizado. Es necesario rebelarse hasta hacer intolerable que, por ejemplo, se asesina impunemente a líderes ambientales o se destruyen miles de hectáreas de ambientes naturales. La erradicación de la pobreza debe ir de la mano con la preservación ambiental.

Finalmente, es fundamental un cambio radical en cómo se entienden los valores. La visión tradicional, compartida por muy distintas corrientes propias de la Modernidad, insiste en que únicamente los humanos son sujetos de valor y por ello la Naturaleza termina siendo una colección de objetos que pueden ser aprovechados. Eso permite el reduccionismo de concebir a la Naturaleza pero también a las personas como recursos, algunos con valor económico y otros que pueden ser desechables. Las categorías de capital social o naturales se aceptaron y un utilitarismo mercantilista se convirtió en la forma generalizada de sentir y entender el entorno ecológico y social. Posiblemente la herejía mayor se encuentra en romper con esas ataduras y reconocer que otras formas de vida también tienen valores que les son propios y que éstos son independientes de la utilidad para los humanos. El antecedente más claro de ese esfuerzo es el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza en Ecuador, a los que han seguido, por ejemplo un reconocimiento análogo a la Amazonia de Colombia –otra vez queda en claro que estamos rodeados de ensayos de alternativas. Este es un cambio ético, pero no sobre su dimensión moral, sino sobre cómo se entiende el valor y cómo se lo adjudica.

Todos estos puntos, que no dejan de ser preliminares, tienen en común intentar romper con los blindajes que las creencias otorgan a los extractivismos. Esa es una dimensión que es por muchos rechazada o menospreciada, asumiendo que las transformaciones no son cosas de los sentimientos sino de la razón. Pero las teologías extractivitas existen y nos dejan en claro que es indispensable abordarlas para promover cambios reales. Y, tal como se indicó arriba, es indispensable hacer esto antes de que sea demasiado tarde.

Por: Eduardo Gudynas

Notas

  1. Deriva del latín heresie, que a su vez proviene del griego, hairesis, que es elegir o decidir. En la Edad Media el hereje era aquel que «tras una elección personal o colectiva, disiente de una parte de los valores (teológicos o morales), admitidos oficiales por la comunidad de los creyentes, poniendo en duda sus fundamentos o sus aplicaciones. Ver Bonassie, P. (1983). Vocabulario básico de la historia medieval. Barcelona: Crítica.

(2) La Red Iglesias y Minería es un espacio ecuménico que reacciona frente a los impactos y violaciones de los derechos sociales y ambientales provocados por la minería en América Latina. Esta red agrupa a una amplia diversidad de organizaciones, desde la Consejo Latinoamericano de Iglesias y el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL) a grupos nacionales como Muqui en Perú o Justicia en los Caminos de Brasil. https://iglesiasymineria.org

Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). El texto es parte de las ideas compartida en una mesa redonda organizada por la red Iglesias y Minería, red Muqui y la Comisión Episcopal de Accón Social de Perú, en la Universidad Jesuita Ruiz de Montoya en Lima. El autor puede ser seguido en www.AccionyReaccion.com y en twitter @EGudynas.